martes, 7 de diciembre de 2010

DIEGO DE GIRÁLDEZ, EN SU MUSEO.

Pocos, muy pocos serán, en todo el mundo, los artistas que antes de cumplir el medio siglo cuenten con museo propio. Es el caso del pintor Diego de Giráldez, probablemente el más trotamundos de nuestros plásticos y de seguro que el que más exposiciones personales ha realizado, ya que sobrepasan el medio millar a veces con varias simultáneamente y en lugares muy distantes entre si. En A Cañiza, su villa natal, Giráldez, parco en palabras, peculiar en la imangen personal, voluntad inquebrantable, ha montado su museo, el de su "realismo nás", como él bautizó a su peculiar, a veces paradójico y hasta inefable pintura , en un edificio de cinco plantas.
Allí está su mundo inquietante, y paradójico como decimos, ya que es pintor tenebrista, notario de muertes que, sin embargo, semejan inmarchitables. Sus Cristos han perdido todo atisbo de divinidad y son torturados en resignación, lecciones de anatomía dignas de esa tradición que está más cerga de Caravaggio o Valdés Leal que de Rembrandt. Allí su fauna doméstica, gallos, ovejas o conejos para la cotidiana alimentación, con plumas, vellones o pelos táctiles, igual que los paños en que reposan, sobados, gastados, testimoniales hasta en los hilos que pierden, y que el espectador, engañado, quiere recoger en el aire, como si ello fuera posible.
Todo es silencio e este caseron-museo, que problamente entusiasmaría a Solana, tan amigo, también, de la muerte y, ¿por qué no decirlo?, de lo tétrico, cadavérico. "Sic transit gloria mundi" puso en uno de sus cuadros el citado y genial Valdés Leal, y a casi todos los de Diego de Giráldez valdría el mismo monte o leyenda. Porque hasta la naturaleza vegetal la transforma en inanimada e intemporal, ya que en estos cuadros no hay árboles sino ramas rotas y secas, en las que secos y polvorientos están hasta los líquines que un día se adhirieron a esas cortezas hoy agresivas en su aspereza.
Diego de Giráldez, en ocasiones también escultor, ahonda en esas sus muertes de fecha imprecisable, de manera que sus modelados, táctiles como yacentes de ámbitos religosos, semejan que van a exhalar un postrer y sorprendente aliento.
Muchos museos hay en Galicia o por España adelante. Pero ninguno tan inquietante, tan diferente por único, como éste de Diego de Giráldez en A cañiza, grande y silente.

Pablos.