viernes, 6 de marzo de 2009

DIEGO DE GIRÁLDEZ POR X. ANTÓN CASTRO.

Cuando le preguntan al artista alemán Gerhard Richter si él es un pintor conceptual, su respuesta rabiosa no deja lugar a dudas respecto a un término usado tan alegremente en los últimos años, en el uso restrictivo del objeto o de la instalación: "Sólo los pintores iditotas no son conceptuales". Y en efecto, después del monolitismo de las imposiciones estéticas dominantes en la última década, donde apenas hubo espacio para la pintura más allá de su propia subsistencia, parece que ésta recobra el protagonismo merecido para salir de los cuarteles de invierno, aunque, en realidad, su aura jamás dejó de marcar las pautas esenciales de una manera de interpretar el arte de cada actualidad. Y una vez recuperada la coexistencia de los diferentes géneros, la pregunta podría ser así de sencilla: ¿ acaso la dimensión conceptual de la que se apropió en exclusiva un cierto arte no respresentativo no es la que define igualmente a una buena parte de la pintura? En ese sentido no me queda más remedio que compartir el presentimiento de Richter, sobre todo cuando me acerco a los pintores que han vivido al margen de las imposiciones estéticas, es decir, lejos de la coyuntura artística que define, de momento. Esos pintores, como caminantes solitarios, han sido capaces no sólo de superponerse a lo impuesto, sino también de elaborar sendas personales para cuestionar el arte que nos imponen, para interrogar, desde la soledad, a la tradición, siempre válida e inscrita en la superficie silenciosa de un lienzo o de un papel, como el escritor que debe enfrentarse, cada día, a una página en blanco. Tal vez su rol haya sido el más difícil en el sistema artístico pendular de los últimos años. Sin embargo, una buena parte de ellos y me refiero ya a los pintores que trabajan desde la realidad representacional, siguiendo una herencia histórica, que todavía es posible explorar con nuevas interpretaciones, siguieron defendiendo sus proyectos contra cualquier tipo de sistema, pensando que también una alternativa conceptual renovadora podría ser tan soprendente viniendo de Velázquez como de Duchamp.
Viene a cuento todo ello a la hora de enfrentarnos a la pintura de Diego de Giráldez, uno de los grandes artistas de la realidad representacional, comparable, tal vez, a los mejores ejemplos de los últimos años en nuestro país en el contexto de esa opción estética siguiendo la singladura de la respuesta del citado pintor alemán, ha ido intensificando esa dimensión reflexiva de las ideas que debemos encontrar más allá de la pintura. En este sentido no me cabe la menor duda de que su realismo ha sufrido un mayor proceso de conceptualización, encaminado a valorar aspectos ocultos detrás de la realidad que tan certeramente ejecuta.
Porque en su pintura no descubrimos sólo objetos, figuras o esos animales como su espléndida serie de gallos o palomas que, con tanta ternura, nos ofrece, sino una manera de interpretar la vida en el silencio táctil de una noche o de un momento inquietante, aprisionando el misterio poético de lo oculto, de los detalles más insignificantes, que, al final, devienen situaciones exquisitas. Y nos acerca, ubicándonos en esa herencia que parte del bodegonismo de Sánchez Cotán o de la dignidad objetual de Chardin, un extracto magistral de la realidad como metáfora perecedera de las cosas, observada en los mínimos detalles, acentuando una fantasía de inquietudes que nos ubica en su aproximación a un yo rotundo, tanto en el ideario romántico, como en las fábulas del onirismo surrealista. Un onirismo que aparece subrayado en esos escenarios oscuros de un teatro imaginado con los mínimos recursos, creando situaciones de contraste y confrontaciones antinómicas entre la realidad tal cual es y la que existe en nuestro subconciente. Situciones de paradógicas presencias que inciden en la ternura poética de las metáforas desvaidas que circulan por el espacio, ecos desaforados de Archimboldo o quizás del Magritte más beckettiano.
Presentimos la realidad interpretativa de Diego de Giráldez en el teatro de la oscuridad y en el juego tenebrista de las sensaciones, en las situaciones de choque de imágenes tratadas con ritmos de composiciones milimetradas, pero también entendiendo la filosofía de sus preocupaciones. A través de de ella acariciamos el valor táctil de los objetos y la presencia de ausencias. Sucede esto en muchas de sus últimas obras: he ahí esa pieza exquisita "Antes de la última cena...", un expléndido estudio de calidades, de las luces, de la plasticidad de los paños, de su color y del claroscuro, pero igualmente de metonimia de la ausencia en la noche oscura que se centran determinados símbolos para aludir a la presencia humana. O en un ejemplo que nos puede sorprender por esa ruptura de una escala imaginada en el subconsciente de Magritte "Observando la naturaleza", centrado en la escena de un perro, tan "humano" como los de Wegman.
Más allá de lo táctil y su secuenciación poética, captada como un rictus místico, podemos sondear en esta realidad fabuladora y de virtuosa percepción. Los otros sentidos: acudir a la llamada del sonido en el silencio, degustar las frutas que se esparcen sobre los manteles, olfatear el rastro de las palomas y, por supuesto, ejercitar una mirada sesgada para fijar las imágenes en nuestra mente o quizás en el lugar desl discurso, que es donde provocarán nuestra reflexión en conexión con el envío de las ideas que se esconden detrás de aquéllas.

X ANTÓN CASTRO
Crítico de Arte y Profesor de Arte Contemporáneo en la Facultad de Bellas Artes en Pontevedra.