miércoles, 19 de noviembre de 2008

"TRAYECTORIA DE UN PINTOR"; " DE LA BRUMA A LA EXACTITUD" Y "REALISMO PLENO" . DE DIEGO DE GIRÁLDEZ,-POR FRANCISCO DE PABLOS.

Galicia ha sido tardiamente cuna de pintores. Los antecedentes de Vilar de Donas, o la obra del pintor de Banga, apenas constituyen referencia notable si la comparamos con otras regiones de España, como Castilla, Cataluña, Valencia e incluso Andalucía o Extremadura, en las que escuelas y nombres notables a partir del siglo XIV, con esas figuras excepcionales que son Fernando Gallegos, Pedro Berruguete, Bartolomé Bermejo, Jaime Huguet, etc.
Hemos de esperar al siglo XVII para que surja el talento de Antonio Puga, un orensano rigurosamente contemporáneo de Velázquez, y cuya obra, hoy mundialmente apreciada, se creyó durante mucho tiempo pertenenciente a las primeras épocas del genio sevillano.
A finales de la pasada centuria aparecen en Galicia varios artistas notables, con el antecedente extraordinario del ferrolano Jenaro Villamil. Y es ya a comienzos de este siglo cuando nuestra pintura empieza a consolidarse, puesto que en sus iniciales fechas nacen pintores preocupados por dar una visión plástica de la realidad gallega.
El período de anteguerra afirma ya algunas figuras, que aseguran su valía tras la contienda civil. Y es la etapa inmediatamente posterior cuando la nómina de artistas gallegos se hace casi incontable, en las más variadas tendencias y con fortuna muy desigual.
En las últimas generaciones. Diego de Giráldez es un caso peculiar. Su maestro fundamental es la naturaleza misma, y su capacidad de transcender su inmediata aparencia, su realidad concreta, han hecho de su obra un capitulo aparte en la pintura española contemporánea, apta para entroncar, sin que él lo haya pretendido deliberadamente con figuras como Caravaggio, Ribera, Meléndez y la escuela holandesa del sigloXVIII, donde un tanto inconscientemente tiene Giráldez sus maestros y referencias.
La perfección formal, la exquisita factura de sus cuadros, esa precisión casi entomológica de todo lo representado, dan a la obra de este pintor la calidad de maestro del realismo. Un realismo diferente, de poética implícita, más que explícita. De imaginable y casi imaginario misterio, porque salvo excepciones, Diego de Giráldez no se aleja de la representación estricta de los objetos, con la paradoja de que los inanimados parecen que tienen vida, mientras que los que cuentan con ella la han abandonado en un tiempo indefinible, como si fueran cadáveres incorruptibles. De ahí que haya interesado a la crítica más exigente, hasta el punto de provocar entusiasmo en el trágicamente desaparecido Santiago Amón...
DE LA BRUMA A LA EXACTITUD
Nadie podía imaginar que en el seno de una familia muy característicamente gallega, ambientada en una villa alta del interior de la provincia, de la que el padre estaba ausente con frecuencia, dada su profesión de marino, iba a nacer un artista, cuya vocación comienza a configurarse muy temprano.
Diego de Giráldez nació en la provincia de Pontevedra. Es el tercero de cuatro hermanos. Al matrimonio integrado por Antonio, marino, como hemos dicho, y Luz, entregada al cuidado de sus hijos y de su casa, siempre a la espera de la vuelta de su hombre, que viene de tarde en tarde de los prolongados periplos de la mar, le habían nacido antes que el futuro artista otros dos varones. Evaristo y José. Uno de ellos será después inseparable compañero del pintor, un poco su conciencia, su confidente, su amigo íntimo y en cierto modo su colaborador callado. Después de Diego vendría la única niña. Luz como la madre.
Diego es un niño que corretea por la villa, que es juguetón e inquieto, y a quien desde muy temprana edad le gusta dibujar. Asiste a la escuela del pueblo, en la que demuestra ser buen estudiante. Pronto se interesa por la naturaleza, por el mundo médico. Le apasiona la anatomía y cuanto se relaciona con la figura humana, que desea conocer en sus mínimos detalles. Se hace muy casero, y en el ambiente hogareño constantemte dibuja los objetos que hay en casa o las personas que le rodean. Así retrata una y otra vez a sus familiares, incluso caricaturizándolos. De alguna manera va configurándose su indeclinable vocación, que cuajará casi en la adolescencia.
Cuando el futuro artista cuenta unos años de edad, en 1967, la familia tralada su residencia a Vigo, la grande y pujante ciudad atlántica. Toma casa en la calle Real, la de más prosapia del antiguo barrio marinero. Pina y un poco serpentante, conduce desde la Colegiata barroca, centro religioso de la vida ciudadana, hasta la mar, en el Berbés, donde en el pasado las barcas atracaban bajo los mismo peiraos, cuyos fustes graníticos lamían las olas. En esa época de finales de los sesenta, el ámbito ha sufrido una considerable transformación y se ha ganado terreno a la mar, dotando a la antigua playa de una explanada con jardines, en la que se sitúa un monumento al marinero, pero donde todavía está un ambiente antañón que no se puede perder.
La madre sigue entregada a sus hijos y alienta la vocación creciende de Diego por la pintura. No en balde, anteriormente, en viajes del matrimnio a Madrid, se preocupan los Giráldez por conocer el Museo del Prado y otros centros de interés artístico de la capital, prueba evidente de que en ellos había inquietudes y curiosidad no habituales en el medio pequeño burgués en el que se desenvolvían.
Diego incrementa su formación cultural y artística. Realmente, sigue con dos únicas preocupaciones: la pintura y la anatomía. Devora libros de medicina y cuantos describan el cuerpo humano y los secretos de su realidad y movimientos.
Pinta, mientras tanto, intensamente. Diego comprende que el oficio es fundamental. Que es preciso dominarlo, conociendo todos sus secret0s. Ensaya diferentes materias, llegando a una mixta que actualmente emplea en sus obras.
En 1975 realiza una muestra en Vigo que fue todo un éxito.
A partir de 1977 Diego de Giráldez expone por toda España. Sobre todo en Cataluña, donde goza hoy de gran prestigio, hace largas estancias. Sigue por el país adelante y expone en toda Castilla: Soria, Palencia, León, Zamora...Siempre sorprendiendo por las especiales, irrepetibles características de su obra. Cada año vuelve a Cataluña y monta estudio en Gerona, para poder trabajar sin precipitación cerca de las ciudades que constituyen los mejores mercados para su arte.
La prensa y otros medios de comunicación dedican a Diego de Giráldez grandes espacios. El no se envanece. Sabe que el secreto es trabajar, sin descanso, investigando, mejorando la morfología de su obra, yendo hacia esa perfección absoluta que es inalcanzable, pero que puede acariciarse cuando menos.
La luz constituye obsesión en el pintor. No suele trabajar antes de mediodía, pero a esa hora se entrega a su tarea, sin cesar, hasta que acaba el día. A veces, pocas, aún continúa de noche.
El proceso creativo es también peculiar. Toma constantes apuntes del natural, a lápiz. Después realiza dibujos muy trabajados, preciosistas, como los antiguos, a base de difuminar los trazos hasta alcanzar la textura aterciopelada, como latente, que tienen también sus obras cromáticas.
Sus colores favoritos son oscuros. Prefiere una gama que concuerde, y a veces contraste, con los señores de su obra, el negro y el blanco. Cuando Diego de Giráldez nos dá una tela su blancura es inimaginable, y cuando llega al negro alcanza la absoluta solemnidad filipesca. Carmines y verdes son los tonos de contraste.
Renuncia deliberadamente a la grandilocuencia posible de los temas. Al contrario, se acerca a lo humilde, a lo sencillo y hasta a lo mínimo. Para él los animales de corral son sinónimos de vida, y se encuentra muy agusto representando frutas y productos hortícolas, fragmentos de vegetación, objetos domésticos. Todo ello e un pretexto para acercarse a la cultura popular de Galicia.
Una faceta importante de su plástica es la religiosa, vista desde un peculiar y definible misticismo, de raíz franciscanista, sin barroquismos tragicistas y sin dulcificaciones extraídas del Renacimiento. Asegura el artista que esta parcela nada infrecuente en su tarea, proviene de una tradición del medio ambiente en que transcurrió su infancia.
Habitualmente un cuadro de Diego de Giráldez es consecuencia de una reflexión lenta, desde la observación minuciosa de los objetos a representar, su combinación, hasta los apuntes y dibujos preparatorios. Después, la ejecución material del resultado definitivo es mucho más rápida, porque su dominio del oficio es ya casi de virtuoso.
No es gran lector, aunque sí monotemático: siempre la medicina. La anatomia. Sin ella no se puede hacer nada, aseguraba el artista. Lo importante es dominar la forma y desnudar la imagen, pensando y sintiendo Galicia, como una referencia constante al medio rural del país, cuyas vivencias infantiles le marcaron para siempre.
Posee Diego una gran voluntad de trabajo, porque se siente feliz entregado a lo que sabe hacer, pintar. No es obseso de los museos, aunque en sus viajes por diferentes países de Europa en los que ha expuesto, ha visitado las principales pinacotecas. Entre los españoles prefiere a Velázquez, Zurbarán y Goya. Entre los extranjeros, le entusiama Leonardo da Vinci, su técnica de claroscuros, su "esfumato". Y admira a Rembrand, por la grandiosidad de su color, en el que domina el negro. En realidad, lo que le preocupa de los grandes maestros es la atmósfera que han conseguido en sus obras.
Trabaja siempre sólo, en silencio, a plena luz natural. Entiende que cualquier objeto puede ser motivo de representación pictórica. Lo que le importa es su calidad formal, su apariencia, la epidermis que representa. Su textura, en fin. De ahí su pasión por el desnudo. Hasta ahora había trabajado con modelos masculinos, pero comienza a dedicar atención al femenino
Diego de Giráldez es un solitario. Apenas tiene otro círculo que el familiar, con la especial intimidad de su hermano José, con quien suele vérsele y que le acompaña en muchas exposiciones que realiza. Soltero, es poco amigo de tertulias.
Su madre está atenta a la obra del pintor. Suele opinar, aunque no critica.
El repertorio de exposiciones de Diego de Giráldez es inmenso, ya que siempre tiene alguna abierta. Recuerda, por su significación o éxito, las realizadas en Vigo, 1975; Cataluña y Ginebra 1977; Madrid y Andalucía en 1978, cuando se le seleccionó para integrar la colectiva "Maestros del Realismo Español de la vanguardia". Este mismo año participó en Plástica Gallega, de Vigo; París en 1982; Santiago en 1984; Oporto, en 1985 y Coimbra, 1986. Después incansablemente en toda España.
Todas las televisiones españolas, francesas, suizas, portuguesas..., le han dedicados espacios.
REALISMO PLENO
La pintura de Diego de Giráldez constituye hoy, con media docena de nombres más, el pleno de genuino realismo. Los animales, los objetos, las figuras que representa, parecen táctiles, piden la caricia, desean ser tocadas. Su capacidad de representación, de arrancar el misterio que tiene un objeto común largamente observado, es casi obsesionante.
Cuando Giráldez representa un huevo, un tomate, un pimiento, inmediatamente dejan de ser género, repeteción de un colectivo, para ser el huevo, el tomate, el pimiento, únicos y como irrepetibles. Sería preciso mayusculizarlos, darles nombre propio. Nunca habíamos conocido las características de esas cosas hasta que las contemplamos en su pintura. Porque en los cuadros, sin contar con añadido fantasioso alguno, tiene detalles, características, es preciso repetetirlo, como diferenciadoras. Es necesario volcar a Rilke, porque aquí una rosa no es todas las rosas, aunque al fin sea la única e irrepertible. Aquí es única la representación símbolo de todas, indiviualización avasalladora.
Si Diego pinta un gallo, parece que hemos conocido a ese ejemplar en particular, que lo recordamos, no referenciado en la pintura, sino en el corral de nuestra aldea, allí, aquel, hace tantos años. Porque otro de los misterios, de la avasallora personalidad del artista, es la intemporalidad aparente de su pintura. El cuadro aparece recién concluido y al mismo tiempo de edad imprevisible. Clásico y nuevo, con objetos situados en un lugar indefinible, pero como visto e identificable, en una profundidad sin fin.
Y otro tanto acontece con sus figuras. Al contemplarlas, cremos volver a encontrarnos con un ser al que hemos estrechado la mano, al que conocemos las peculiaridades de su rostro e incluso la cicatriz imprefección que tiene un algún lugar de su cuerpo.
Estamos, pues, ante una realidad transcendida. Con la pintura de Diego de Giráldez, ocurre como con los bodegones de Zurbarán, no tiene cacharros, sino este o aquel cacharrro, con nombre y apellidos, firma del artesano que lo hizo, huella de sus manos y fecha de confección.
Y siempre en una atmósfera paradógica, de explicación inefable. Porque no están vivos, sino incorruptos sus objetos. Pasó por ellos el tiempo, un tiempo de siglos, y sin embargo parecen recién concluidos. ¿Cómo es esto posible? El talento del artista dá razón a lo irrazonable. De ahí que la pintura de Diego de Giráldez sea única, irrepetible, capaz de ser reconocida para siempre en cuanto se ha contemplado la indefinible sensación de uno de sus cuadros"
FRANCISCO DE PABLOS
Crítico de Arte y Miembro de la Real Academia de Bellas Artes (Galicia).